POR JULIO MARTINEZ POZO.- El abril fratricida que conmemoramos todos los años, evocando heridas abiertas, está lleno de lecciones que no terminamos de asimilar porque el hecho histórico se analiza con pasiones que alejan la objetividad.
En 1962, de las primeras elecciones democráticas convocadas en el país tras la desaparición de la tiranía trujillista, surgió un gobierno progresista sin apoyo de las principales fuerzas de izquierda que llamaron al abstencionismo, lo que dejó el sustento electoral con el que Juan Bosch ganó ampliamente las elecciones en el electorado conservador, que ante la ausencia de su líder real, que no pudo figurar entre las opciones presidenciales, se decantó contra el doctor Viriato Fiallo y la Unión Cívica.
El presidente elegido trajo un programa de reformas institucionales que puso a caminar sólo con el peso de sus intenciones, sin ninguna suerte de pactos con poderes fácticos como las iglesias, los militares y el empresariado, con quienes se sumergió de manera temprana en abierta confrontación.
Para ahondar aún más la orfandad política dispuso el cese de la actividad de su propio partido y que los locales fueran usados para alfabetización. La suma de conflictos y debilidad política desenlazó en un golpe de estado asumido por la mayoría de la población con indiferencia.
Dos años después regido el país por un triunvirato apretó la crisis económica y social, y el descontento se tradujo en una conspiración militar articulada por el denominado grupo de San Cristóbal que tenía el propósito de propiciar un retorno de Joaquín Balaguer al poder, pero el plan fue detectado y el grupo fue exiliado, pero la conjura continuó tomando otro matiz porque entonces empezaron a protagonizarla quienes preferían un restablecimiento de la constitucionalidad interrumpida en 1963, por lo tanto el regreso de Bosch.
Se desató la confrontación armada entre los militares que procuraban un cambio y los que respaldaban el régimen que sustituyó a Bosch, complicándose porque el ente ante el que los constitucionalistas acudieron a procurar mediación para el pacto de una salida honorable al conflicto, que fue ante la embajada americana, se burló de ellos y los insultó, conminándolos a una rendición humillante, que desde luego, no aceptaron.
La confrontación se radicalizó y lo que bien Estados Unidos pudo haber resuelto con una inteligente mediación de su embajador William Tapley Bennett, le salió mucho más costoso y sangriento apelando a su medida extrema de política exterior: una invasión militar, que para la soberanía dominicana era la segunda agresión producida en un mismo siglo.
Poco tiempo después se percataron de su grave error y se marcharon del país comprendiendo que los dominicanos estaban en capacidad de labrar su propio destino, y que conservando una relación de acompañamiento, respaldo comercial , académico y cultural, cosechaban mejores resultados que con su imposición de fuerza.
El país volvió a la democracia en 1966 y sobre la cultura acumulada, se ha ido fortaleciendo y consolidando durante 55 años.
Una de las grandes enseñanzas es que la gobernabilidad no se alimenta sólo de intenciones, ellas sin la capacidad de pactarlas y hacerlas avanzar en función de lo que cada coyuntura permita, no son otra cosa que el empedramiento del camino del fracaso.