POR JULIO MARTINEZ POZO.- Dos y dos son cuatro, el sol sale todos los días, cosas tan verosímiles que ni la filosofía escéptica las coloca en dudas, y tan seguro como esas afirmaciones son las siguientes: la comunidad internacional reprochará cualquier iniciativa que se adopte para evitar que la crisis haitiana continúe expulsando parte de la población del país vecino; una minoría de dominicanos se prestará gustosa a corear en la campaña contra su pedazo de suelo bajo el subterfugio de la defensa de derechos fundamentales que tienen un carácter universal, pero su vulneración sólo les ocupa para poner en tela de juicio las medidas soberanas de control dominicano.
Por ejemplo el derecho de los nicaragüenses a elegir y ser elegidos ha sido pateado descaradamente por Daniel Ortega y su mujer, que montaron una pantomima electoral para perpetuarse en el poder hasta la muerte, después de ocuparse de encerrar a todo el que pudiera hacerles competencia, y da la casualidad que los mismos que se muestran muy sensibles frente a presuntas violaciones de los derechos de los haitianos, sean indiferentes o argumenten para justificar las tropelías que se cometen en Nicaragua.
Recién hemos vivido el espectáculo de un artista cubano que tuvo que salir huyendo de Cuba, tras el imperdonable crimen de pretender realizar una protesta pacífica para reclamar la libertad de los presos políticos y democratización de un país sumido en el atraso y la miseria por un totalitarismo anacrónico, pero a los mismos que no les sensibiliza la opresión de los cubanos les ocupa cualquier cosa que se haga en República Dominicana para poner control a la presión migratoria.
Lo propio ocurre con millones de venezolanos que han tenido que huir a cualquier parte del mundo, abandonando empresas, profesiones y oficios con los que habrían podido vivir felizmente en su territorio, si un régimen patánico no habría sumido ese país en una terrible crisis económica, política y humanitaria, pero esas violaciones a los derechos de los venezolanos tampoco importan.
Ocurrió en ocasión de la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional contra la que se desarrolló una campaña sin ahorros de falacias: que desnaciolizaba a más de 350 mil dominicanos de orígenes haitiano; que disponía aplicación retroactiva del derecho a la nacionalidad por nacimiento en el territorio, e incluso se llegó al extremo de llevar impostores a una corte interamericana a decir que eran dominicanos expulsados de su país por el color de su piel.
No hubo uno de esos planteamientos que el tiempo no ocupara de derribar. Lejos de atentar contra los derechos de nadie lo que la sentencia dispuso fue una auditoría del registro civil para que se buscara solución a las personas que estuvieran asentadas sin corresponderles, y para los que no estaban, exhortaba al Estado a disponer un plan de regularización.
Lo que ha ocurrido ahora es que el Gobierno se percató de cuál es el plan que tienen los países que deberían estar acompañando a Haití en la solución de su crisis: dejar que la situación termine de explosionar creando una crisis a ambos lados de la islas que derive en soluciones integristas absolutamente perjudiciales para la soberanía dominicana.