San Francisco de Macorís.-– En un país donde el canto de las aves en la montaña nos evoca la desoladora soledad de Gabo, el aire se llena ahora de un silencio distinto: el de la inacción frente a las amenazas que se ciernen sobre nuestros recursos naturales y el desarrollo regional.
Mientras las altas esferas del poder parecen empeñadas en mutilar la belleza del pulmón verde de Santo Domingo, surge una pregunta que resuena con amarga claridad:
¿Dónde están los ambientalistas?
¿Dónde están las voces valientes que se atrevan a decirle al presidente que la capital no es solo asfalto y transporte, sino también vida humana y naturaleza?
La memoria nos lleva a El coronel no tiene quien le escriba, y la delicada belleza de nuestras montañas nos recuerda la fragilidad de lo que tenemos. Hoy, esa fragilidad se ve amenazada por decisiones que priorizan el concreto sobre el verdor, el lucro sobre la vida.
Es inconcebible que, mientras se planea herir el corazón verde de nuestra capital, se ignoren las justas demandas de comunidades que anhelan progreso y conexión.
Un ejercicio mental nos traslada a nuestra propia realidad aquí en San Francisco de Macorís. Por años, nuestras comunidades han clamado por una carretera vital: la que conectaría Naranjo Dulce con Río San Juan. Esta vía no es un capricho: es una arteria que uniría dos zonas de inmenso potencial, impulsando el crecimiento, facilitando el comercio y mejorando la calidad de vida de miles de dominicanos.
Sin embargo, mientras el gobierno se obstina en “mutilar” la belleza natural en otros puntos, aquí, donde se busca dar vida a regiones enteras, la respuesta parece ser un rotundo: “no se puede”.
Por eso, el grito de Naranjo Dulce y Río Boba se ha convertido en un eco constante frente a la inexplicable diferencia en la voluntad política para construir la carretera Naranjo Dulce–Río San Juan.
La paradoja es dolorosa y evidente: se prioriza la destrucción en un lugar, mientras se niega la construcción en otro donde se busca el florecimiento.
Estamos tomando un camino equivocado. Nos olvidamos del campo, de las comunidades que lo habitan y que son la fuente de nuestros alimentos. Y luego nos sorprenden la escasez, la migración, el deterioro de nuestra base productiva.
El clamor de las aves —ese que hoy se mezcla con el lamento por lo que se pierde y por lo que se niega— debería ser una señal de alarma. Es hora de que las autoridades escuchen no solo el rugido de los motores, sino también el susurro del viento entre los árboles y la voz de un pueblo que demanda respeto por su tierra y oportunidades para su gente.
La capital no es solo transporte; es vida.
Y el desarrollo del interior del país no puede seguir siendo una promesa vacía.
Es hora de actuar, antes de que el silencio de la indiferencia se vuelva ensordecedor y la belleza de nuestra tierra sea solo un recuerdo lejano.
NARCISO ACEVEDO