POR CRISTHIAN JIMENEZ.- Se afilan dagas en busca de cabezas. La huérfana derrota ha salido en busca de su padre. Si no hubo cama para tanta gente, habría que comenzar por los privilegiados ocupantes.
Los más soberbios aún en negación. El silencio cobarde del oportunismo, siempre pendular, encuentra paulatinamente voz que se escucha como lastimoso quejido.
Los ruidosos excesos no eran escuchados desde las amuralladas alturas, aunque resultaban ensordecedores a una sociedad hastiada.
La profunda ceguera que genera el poder, comienza a ceder. La ambición temprana, mal disimulada, de permanencia inició con el intento de sepultar al mayor adversario interno con un refuerzo “importado” de las filas criminales. Otros aspirantes y potenciales candidatos fueron eliminados al ser incluidos en un selectivo expediente en el caso Odebrecht, empresa que confesó sobornos millonarios. Algunos con auditorias, como espada de Damocles y limitación de fondos.
Sospechosos despreciados desde 2007, designados o reconfirmados para sumar votos en el Comité Político, y la entrada en 2014 de 6 de sus íntimos, facilitaron el triunfo de Medina cuando en la histórica reunión de Juan Dolio anunció su aspiración a la reelección y la indispensable reforma constitucional.
La resistencia interna, solo alcanzó a la firma de un pacto, que frenaría otro arrebato reeleccionista, pero fue hecho trizas y el político sureño intentó pasar por encima del país en 2019 presionando otra reforma para una nueva postulación hasta aquel célebre telefonazo pompeano. Los mismos del 2015 (aunque algunos volvieron a formar proyectos presidenciales estimulados por Medina), apoyaron el desatino. No se levantó una voz equidistante que tratara de frenar el seguro camino de la división.
Medina, en vez de dejar fluir las preprimarias danilistas, intervino para imponer a Gonzalo Castillo con el uso de fondos estatales, como denunciaron dos competidores, que optaron por retirarse. Mismos métodos para enfrentar al presidente del PLD, Leonel Fernández, quien denunció un fraude colosal en el proceso y renunció del partido.
Entonces, el jefe único del PLD, en vez de abrir la organización fortaleció aún más su grupo al llevar a los pocos colaboradores y asistentes que aún no eran parte del Comité Político, en uno de los más grandes agravios a la calidad de ese órgano. Los aspirantes que validaron el proceso interno también fueron premiados.
Medina asumió a su candidato, de mínimas condiciones políticas, con la justificada indiferencia de numerosos dirigentes y se volvió a confiar en los amplios recursos del poder, ignorando la división y el entumecimiento que provocó, y el hartazgo de los dominicanos por la corrupción, impunidad, soberbia oficial. La irritación llegó al tope por el uso electoral de la pandemia de Covid-19.
El resultado es una barrida, en la que Luis Abinader vence 52.52 % a 37.46% a Castillo (El PLD como partido ronda el 30%). Una pérdida con relación a 2016 de casi un millón de votos y 23 senadores; le quedaron solo 6 de los 29. Las alcaldías de 107 a 67.
Las primeras reacciones citan a la división partidaria como factor de la derrota, aunque también refieren la falta de consensos y la desvinculación del PLD con la sociedad.
El diputado Aridio Vásquez pide la renuncia del 80 por ciento del Comité Político y Temístocles Montás, presidente, plantea esperar evaluaciones.
Danilo Medina es el arquitecto del desastre. Su ambición provocó la división y como él proclamó “partido dividido no gana elecciones”.
Hay otras responsabilidades de silencios culposos, de dirigentes temerosos de contradecir al firmante de los decretos. Cuando lleguen las investigaciones y acusaciones de casos de corrupción, en el PLD la sangre podría acercarse al río…
EL AUTOR ES PERIODISTA