POR CRISTHIAN JIMENEZ.- “Con la finalidad de formar ciudadanas y ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes, en todas las instituciones de educación pública y privada, serán obligatorias la instrucción en la formación social y cívica, la enseñanza de la Constitución, de los derechos y garantías fundamentales, de los valores patrios y de los principios de convivencia pacífica”.
El mandato constitucional, 63.13, se estableció hace doce años, y pese a “acuerdos de cumplimiento”, es corto el trecho recorrido.
El 6 de noviembre del 2016, el presidente del Tribunal Constitucional Milton Ray Guevara y el entonces ministro de Educación, Andrés Navarro firmaron un convenio, horas después del decreto presidencial 310 que ordenaba la obligatoriedad de la enseñanza de la Constitución en la educación básica e intermedia.
Pese a que el jurisconsulto anotaba que era “uno de los días más felices de mi vida”, esperanzado en “una nueva generación constitucional”, 4 años después, otro gobierno, diferente ministro y en pacto de un fondo similar, trataba de animarse refiriendo que “transcurridos ya diez años desde la proclamación de la Constitución del 26 de enero del 2010, ha llegado el momento de enseñar la Constitución en las escuelas” y” hasta en los centros de educación superior”.
Roberto Fulcar estableció la “cátedra Constitución” dentro del programa de “Cátedras Ciudadanas” para abarcar los 2.8 millones de estudiantes del país y “graduar ciudadanos y ciudadanas con formación integral”.
Así como numerosas leyes debieron de ajustarse de inmediato al nuevo traje constitucional, la obligatoriedad de su enseñanza ameritaba un fuerte arranque, sostenible en el tiempo. Era previsible que la ampliación del catálogo de derechos chocaría con mentalidades aturdidas por la intolerancia y el déficit democrático fruto de años de autoritarismos.
La especificidad de la norma es fundamental para crear verdaderos ciudadanos que reclamen derechos y cuestionen a la autoridad, pero la enseñanza de la Constitución debe trascender los centros de estudios.
Policías, militares y funcionarios de todos los niveles deben ser obligados a un conocimiento general de la Constitución, pero sólido y esquematizado en los ámbitos de sus respectivas competencias.
Este conocimiento debe extenderse, sin obligaciones, a legisladores, abogados, periodistas, comunicadores, locutores y todo tipo de opinantes, incluidos los llamados influencers.
Muchos no entienden la nueva (no tan nueva) arquitectura del Estado, sobre todo los alcances de órganos constitucionales extrapoderes, que según el TC son “creados directamente por la Constitución para actualizar y perfeccionar el principio de la separación de los poderes, los cuales surgen de la necesidad de separar determinadas funciones públicas de los procesos normales de gobierno”.
Por ejemplo, si tomamos el orden de precedencia de las placas oficiales solo el presidente y la vicepresidenta de la República están por encima de los presidentes del Senado, Cámara de Diputados, Suprema Corte de Justicia, Tribunal Constitucional, Tribunal Superior Electoral, Junta Central Electoral, Cámara de Cuentas y Defensor del Pueblo.
En el conflicto del Canódromo, en el que fueron agredidos el Defensor del Pueblo y miembros de su equipo y periodistas de CDN y Listín Diario, la autoridad era Pablo Ulloa, no los agresivos militares que controlan el centro de retención vehicular, bajo responsabilidad de la Digesett
Puedo entender, no justificar, que militares y policías ignoren esa realidad, pero no periodistas y opinantes de radio y televisión, algunos que ni siquiera condenaron la agresión a sus compañeros de oficio. Aunque en este caso, la fiereza de oficiales y subalternos contra los autorizados legalmente a la inspección y frente a periodistas parece vinculada a la denuncia nacional de que el Canódromo es un antro de corrupción.
Mientras Pablo anda entre barrios y plazas entregando personalmente la “Constitución animada para niños y niñas”.