POR JULIO MARTINEZ POZO.- El encanto por desmeritar nuestras hazañas históricas y por asumirnos como víctimas de circunstancias que en cada momento histórico nos han separado de “lo mejor”, el liberalismo, para dejarnos en manos del conservadurismo, nos ha limitado de justipreciar el principal baluarte de la dominicanidad, que no es otro que la Constitución proclamada el 6 de noviembre de 1844.
Esa es nuestra Constitución y ninguna de las modificaciones de la que ha sido objeto se ha colocado por encima del carácter liberal del texto de los constituyentes de San Cristóbal, incluyendo la del 2010 que a los mecanismos de controles añadió una alta corte especializada en el resguardo constitucional.
Pero el concepto de la supremacía constitucional, clave para establecer desde el principio que ese compromiso sagrado se anteponía a los caprichos de cualquier figura despótica, si les eran contrarios, madrugaron en esa pieza fundamental que los dominicanos deberíamos asumir con pleno orgullo.
“No podrá ninguna ley contraria ni a la letra ni al espíritu de la Constitución, en caso de duda, el texto de la Constitución debe siempre prevalecer”, así lo establecía el compromiso fundamental de aquel Estado naciente que también consignó que “ningún tribunal podrá aplicar una ley inconstitucional, ni los decretos y reglamentos de administración general, sino en tanto que sean conforme a las leyes”.
Ese texto constitucional no fue extraído de la chistera del grupo dominante que quiso trajear a su medida el devenir de la República. Se alimentaba de los principios que habían alentado al constitucionalismo desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1789 y de la Constitución de los Estados Unidos, pero además entre los asambleístas se reunían las experiencias de los procesos constituyentes de Cadiz y de Haití.
Se repite una y otra vez la falacia de que la Constitución aprobada suplantó el proyecto constitucional liberal redactado por el padre de la patria Juan Pablo Duarte, pero el que se ocupa de opinar profundizando en sus indagatorias sabe que los apuntes que entregó posteriormente Rosa Duarte, la hermana del Patricio, se referían a aspectos que habían sido establecidos en la Constitución de 1844.
La mancha indeleble de ese texto fue el artículo 2010: “Durante la guerra actual y mientras no esté firmada La Paz, el Presidente de la República puede organizar libremente el Ejército y la Armada, movilizar las guardias nacionales, y tomar todas las medidas que crea oportuna para garantizar la seguridad de la nación”.
Es cierto que ese atributo patentaba cualquier exceso, pero las condiciones del momento eran de guerra y el país continuaba enfrentando las amenazas de las invasiones haitianas. Pero prueba de que ese párrafo no era del agrado de la mayoría de los constituyentes fue que fue impuesto rodeando el recinto de elementos armados.
No tenemos constituciones de distintos años, tenemos la de 1844, la que no ha sucumbido aún cuando se ha vulnerado la soberanía nacional, como ocurrió en 1916, que sostiene el doctor Peña Batlle: “se interrumpió la vida normal del Estado”, pero “el Estado resistió la influencia desquiciadora de la ocupación… había arraigado en el tiempo y el espacio lo bastante para que por su propia virtualidad, pudiera considerarse fuera del alcance de las circunstancias transitorias”
Dejemos de repetir que Joaquín Balaguer equiparó la Constitución con un pedazo de papel, no no fue él sino Ferdinand Lasalle el que advierte que cuando queremos pedirles higos al manzano, sólo tenemos pedazos de papel.