POR CRISTHIAN JIMENEZ.- El atajo de las ejecuciones policiales es el fracaso de cualquier plan de seguridad ciudadana.
Los presidentes recurren a la asesoría internacional y local para planes de contención de la violencia y la criminalidad, pero desesperan cuando no ven resultados a corto plazo y aumentan los reclamos ciudadanos.
Los políticos caen vencidos por las constantes denuncias y reportajes de crímenes y raterías en periódicos, radio y televisión y, ahora, por las temibles redes sociales y sus “tendencias” y “viralizaciones”.
El presidente Luis Abinader y el PRM son víctimas de sus pronunciamientos tremendistas cuando ocupaban el litoral opositor. La paz y la seguridad se reinstalarían en cuestión de meses, decían presuntuosos, al lado de sus asesores extranjeros.
La realidad los golpeó rudamente al encontrarse con los deficientes instrumentos para la enorme tarea: corrupción policial, insuficiencia de recursos y de formación, desmotivación, indisciplina, desorganización institucional y un largo etcétera que completaría gustoso el ya famoso comisionado.
Abinader, luego de varios ensayos fallidos tuvo el valor de recomenzar por lo fundamental que es el inicio de la transformación policial centrado en la mejoría socio-económica y educativa de los policías y sus familiares y una obligatoria depuración, necesariamente por tramos, a contrapelo de lacras antiquísimas.
En medio del proceso, entre la reactivación criminal poscoronavirus y efluvios de la resistencia al cambio en grupos policiales, se extremó la actividad delictiva y ante una exasperada población, el gobierno con la mira en las encuestas en una extemporánea campaña electoral buscó el peligroso y fracasado atajo de “garantizar la seguridad ciudadana” a plomazos.
Las ejecuciones policiales provocan un falso alivio para todos, gobernantes y gobernados, y constituyen un “método” insostenible en el tiempo y violatorio de la Constitución.
La aprobación es casi unánime, incluso en aquellos autoproclamados provida, que hacen gárgaras diariamente con el artículo 37 de la Constitución que advierte sobre la inviolabilidad de la vida y sentencia que “en ningún caso, la pena de muerte”.
“Es que son delincuentes” –gritan-. “¿Quieres que les tiren flores?” El problema es que ningún tribunal, obligación constitucional, ha dictaminado la culpabilidad. Alegan que “todo mundo los conoce”, lo que reconfirma que hay complicidad (corrupción) de los que posteriormente son enviados a matarlos.
En el caso de Los Alcarrizos (terrible lo que se atribuye a la llamada Banda 30-30) cayeron baleados 6, entre ellos 2 agentes policiales. ¿Desconocían sus superiores en el barrio, en el municipio y la provincia su alegado involucramiento? ¿Qué ha pasado con aquellos de mayor jerarquía? ¿Se cortó en el eslabón más débil para evitar “contaminaciones”?
Un joven que había denunciado torturas de parte de la banda (un video de las escenas circuló por las redes), ha advertido que quedan numerosos miembros del grupo y que le amenazan por diversas vías.
Siempre otros ocuparán los lugares de los caídos y grupos de policías utilizados en ejecuciones evolucionan para otros “servicios”, incluso para entramados criminales.
Si la “solución” era tan fácil como salir a cazar alegados o reales delincuentes, hubiese bastado con 10 generales matones, y nos hubiésemos ahorrado montones de millones en congresos, seminarios, charlas, asesorías y comisiones.
“Había que hacer algo”, es un coro justificativo. Pero ese “algo” es frágil, insostenible en el tiempo (afortunadamente) y se aviene más a perfiles autócratas. Lo difícil es en democracia, pero ese es el reto.
Creo en prevención como el patrullaje por cuadrantes o perimetral que, según estadísticas policiales, redujo entre un 62 y 67 por ciento los asaltos y raterías en 34 sectores capitaleños en la primera semana de diciembre. Y en el sistema de depuración ciudadana e identificación biométrica que permitió arrestar 843 personas prófugas o en rebeldía en noviembre.