POR JULIO MARTINEZ POZO.- Desde que me deleité con la lectura de “El infinito en un junco: La invención de los libros en el mundo antiguo”, una obra formidable de Irene Vallejo sobre la historia de los libros, que acumula más de una decena de premios, no hay día que por el pensamiento no me atraviese alguno de los subrayados que he hecho de una obra a la que vuelvo cada vez que siento necesidad de desintoxicar el pensamiento:
“La gloria es inestable. La belleza es efímera; la salud, inconstante. La fuerza física cae presa de la enfermedad y la vejez. La instrucción es la única de nuestras cosas que años y el tiempo, que todo lo arrebata, añade a la vejez sabiduría. Ni siquiera la guerra que, como un torrente, todo lo barre y arrastra, puede quitarte lo que sabes”.
“Los libros tienen voz y hablan salvando épocas y vidas. Las librerías son esos territorios mágicos donde, en un acto de inspiración, escuchamos los ecos suaves y chisporreantes de la memoria desconocida”.
“El caos de las librerías se parece mucho al caos de los recuerdos. Sus pasillos, sus anaqueles, sus umbrales son espacios habitados por la memoria colectiva y por las memorias individuales. Allí tropezamos con biografías, con testimonios y largos estantes de ficciones donde los escritores desnudan la verdad de muchas vidas.
Los lomos gruesos de los libros de historia, como camellos de una lenta caravana, nos ofrecen guiarnos a la ruta hacia el pasado”
“Hace tiempo que los catastrofistas no los advierten con los peores augurios: los libros son una especie en peligro de extinción y en algún momento del futuro próximo desaparecerán devorados por las competencia de otras formas más perezosas de ocio y la expansión caníbal de internet”.
“El pasado no lleva hacia atrás sino que impulsa hacia adelante y, en contra de lo que se podría esperar, es el futuro el que nos conduce hacia el pasado”.
Al preguntarse cuál fue el factor de cohesión del imperio romano, la autora escribe: “Si no era la raza, el color de la piel o el lugar de nacimiento, ¿qué unía a los habitantes de Escocia, Galia, Hispania, Siria, Capadocia y Mauritania? ¿Cuáles eran los vínculos que a lo largo y ancho de enormes extensiones ayudaban a los romanos a entenderse, compartir aspiraciones y descubrirse miembros de una misma comunidad? Una urdimbre de palabras, ideas, mitos y libros”
“Sentirse romano consistía en habitar ciudades de anchas avenidas que se cruzaban en ángulo recto; en tener acceso a gimnasios, termas, foros, templos de mármol, bibliotecas, inscripciones en latín, acueductos, alcantarillado; en saber quiénes eran Aquiles, Héctor, Eneas, Dido; en contemplar sin extrañeza los rollos y los códices como parte del paisaje cotidiano; en pagar impuestos a los temidos recaudadores; en haber estallado en carcajada por un chiste de Plauto en las gradas de un teatro; en conocer episodios de la Roma primitiva contados por Tito Livio en Ab urbe condita; en haber escuchado a un filósofo estoico hablar de autodominio; en conocer —o incluso haber servido en—la imparable maquinaria bélica de las legiones”.