POR TOMAS AQUINO MENDEZ.- Correteaba ese día junto a otros amiguitos. Ajeno a acontecimientos políticos, culturales o educativos.
A esa edad, unos 5 años, solo se piensa en jugar con todo y a todas horas.
Serían las nueve de la mañana.
Se escuchaba una gran algarabía que atrajo nuestra curiosidad.
Solo recuerdo que una cantidad de adultos arrastraba la “hermosa” estatua que el día anterior estaba en el parque Enriquillo de mi pueblo, Tamayo.
No comprendí que estaba pasando.
Porque destruir figura que adornaba nuestro parque y además para que llevarla por todo el pueblo corriendo.
Preguntas sin respuesta. Seguí jugueteando y el incidente fue sustituido por otras cosas que, para mí, eran más importantes.
Pasaron los años y el recuerdo nunca se borró.
Llegaron los cuestionamientos.
Mi abuelo Enrique Vargas se encargó de aclarar las cosas, a su modo.
Para entonces tendría ya entre 12 a 15 años y según él, eso que arrastraron los jóvenes aquel 31 de mayo en la mañana, era la estatua del JEFE.
Del hombre que con manos de hierro gobernó por 30 años este país.
Sin embargo, a mi abuelo no le pareció correcto, ni justo que trataran así a un hombre que daba seguridad.
Me dijo que cuando Trujillo “la gente podía dormir en la calle con los bolsillos lleno de dinero y nadie lo tocaba”.
Ya de adulto entendí la realidad de la acción de aquellos adultos y por qué “el amor” de mi abuelo por el tirano.
Quienes eliminaron a Trujillo, libraron al país de la dictadura y querían un régimen democrático, donde por disentir no te persiguieran.
Una tarea aún pendiente.
Pensar distinto al partido que llega al poder te lleva a perder a un amigo, un empleo y a veces, hasta la vida.
Así ha sido el vaivén democrático en el país.
No viví la dictadura, donde era prohibido pensar.
Seguro que hoy estamos mucho mejor, aunque seguimos buscando la perfección de este sistema.
Del régimen dictador, solo recuerdo a esos jóvenes arrastrando la estatua del JEFE, a quien he conocido en detalles en los libros que recogen su terrorífico comportamiento.