POR JULIO MARTINEZ POZO.- La misoginia no es bíblica, como el antifariseísmo tiene presencia en el texto sagrado por influencia de la cultura griega, por cuyo tamiz hubieron de pasar las traducciones de las antiguas referencias orales hebreas en tiempos de los Ptolomeo, cuando se decidió acumular toda la sabiduría del mundo en la biblioteca de Alejandría.
La “Biblia de los Setenta” es el producto de la invitación de 72 expertos rabínicos a Egipto, seis en representación de cada tribus hebrea, para consensuar las distintas versiones del los textos del Pentauteco y traducirlos al idioma de la civilización, que era el griego, y, como era de esperarse, dejó su sello indeleble.
No se era griego ni por nacimiento ni por similitudes étnicas: “Nosotros llamamos griegos a quienes tienen en común con nosotros la cultura, más que a lo que tienen la misma sangre”, Isócrates.
¿Si el gran conquistador Alejandro Magno y el imperio Romano, impusieron sus dominios sobre los griegos pero no así sobre su cultura, que tuvieron que asumirla, cómo no era posible con los judíos? Los principales centinelas de la pureza de la cultura hebrea eran los fariseos, y, oportunamente contra ellos se cuadró el texto bíblico tratando de desmeritarlos, tildándolos de sepulcros blanqueados, hipócritas, falsantes, que han llegado hasta nosotros tan anatemizados como los vándalos.
El menosprecio de la mujer es anterior a la existencia de la propia escritura y de la imprenta, e inaugura su presencia escrita en el libro más antiguo del que tenga referencias la humanidad, la Ilíada y la Odisea, que en la segunda, por ejemplo, está la referencia de Telémaco aconsejando a su madre que no se dejara escuchar en público, que el silencio fuera la característica de su participación en cualquier reunión.
El pensamiento aristotélico cambió tantas cosas que amenazaba con llevarse incluso la idea de Dios, mantuvo su apego a lo que entendían todos los pensadores anteriores sobre la mujer, que no adornaba de manera más elegante que callada. En las sociedades liberales y democráticas hemos avanzado mucho en el reconocimiento de la igualdad de género y en la confianza de que las mujeres tengan igual o mejor capacidad de los hombres para asumir posiciones de mando, al extremo de que en un país como la República Dominicana, son más de un 60% de la matrícula universitaria y en los salarios cotizables de la seguridad social reportan mayores ingresos salariales que los hombres.
Aún así persisten las rémoras de un machismo que se refleja en el sentido de pertenencia que origina los feminicidios o crímenes similares como el de las desfiguraciones con ácido del diablo, pero también en pretender hacerles exigencias cuando osan aspirar a lo máximo, que no se les hacen a los hombres. Y las primeras en tratar de desmeritar o de poner pretextos para objetar la aspiración de una mujer a gobernar, son las propias mujeres.
Por segunda vez en nuestra historia política, una mujer con posibilidades reales de competir y de ganar, anuncia sus intenciones de trabajar por la candidatura presidencial de su partido y luego por la presidencia de la República. Como la primera que lo hizo, también ha sido segunda mandataria y al igual goza de valoración favorable.