POR ROSARIO ESPINAL.- Portones, vigilantes, verjas y mallas impiden el acceso libre a muchas playas dominicanas que hace apenas 50 años eran recónditos de belleza libres e inhabitados. Entre las carreteras y el mar se han levantado hoteles, villas y edificios de apartamentos.
Con un cielo casi siempre brillante, un mar azul majestuoso, y un calor que sólo toma recesos en el efímero invierno tropical, el turismo ha desplazado como fuente de divisas al azúcar, el café y el cacao. Es un negocio que también genera empleos, ambos muy necesarios en un país con mucha desocupación y una gran deuda externa.
No es malo compartir la belleza de las playas dominicanas con los turistas y obtener de ellos las divisas que mucho necesita el país, pero la forma en que el turismo dominicano se ha desarrollado constituye un despojo de los recursos naturales.
Como el Estado Dominicano no regula la propiedad privada para bien de la colectividad, y el pueblo está empobrecido, lleno de basura y ruido, y cada vez más delincuentes, la infraestructura turística se ha organizado a modo de plantación, basada en la segregación y la exclusión social.
El fenómeno ha ocurrido de la siguiente manera: desde los años 70, empresarios turísticos adquieren una gran propiedad, preferiblemente frente al mar y lejos de las ciudades para disminuir los riesgos. Colonizan un espacio del litoral mediante la construcción de hoteles. Bloquean el acceso público a la playa para que sea exclusividad de los huéspedes. Ofrecen comida y bebida en el todo incluido y disponen de transporte para llevar los visitantes a lugares considerados de bajo riesgo.
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Esta modalidad de enclaustramiento separa los turistas de la población local y limita la entrada a las playas de quienes no pueden pagar por el servicio de resort.
La segregación espacial, que expresa y reproduce la social, permite a los empresarios tener bastante control de los problemas que podrían ahuyentar los turistas y afectar negativamente sus negocios: la pobreza, la delincuencia, o la falta de higiene por los precarios servicios públicos.
Como resultado, muchas playas dominicanas constituyen espacios mercantiles cercados para el disfrute de los extranjeros y dominicanos de mayores ingresos. Disfrutar del mar y el sol en los lugares más exquisitos del litoral tiene un alto precio.
Muchos lugareños trabajan en las plantaciones turísticas por bajos salarios y ofrecen servicios adicionales a los visitantes (la prostitución incluida), que no contribuyen a mejorar sustancialmente su nivel de vida.
Los turistas quedan atrapados en jaulas de encanto donde disfrutan de la belleza natural dominicana, sin adentrarse a interactuar con la población ni conocer su idiosincrasia. Comen la misma comida masificada con ligeras variaciones y ven los mismos espectáculos del entretenimiento nocturno.
En el paraíso que se ofrece no aparece el rico, aunque inseguro y caótico, contexto social dominicano.
Por eso cuando se anuncian nuevos proyectos turísticos en el país queda siempre la duda de cuánto contribuirán al desarrollo, más allá de los empleos de bajos salarios que crean y las divisas que entran.