POR CARLOS SALCEDO.- En la sociedad contemporánea, las redes sociales se han convertido en el epicentro de la comunicación, de la construcción de opinión pública y, en muchos casos, del reemplazo de los espacios tradicionales de deliberación ciudadana.
Esta mutación, que en apariencia democratiza el acceso a la información, ha traído consigo un fenómeno profundamente preocupante: la erosión de la institucionalidad, de los valores y de los principios que han sostenido el orden democrático.
Zygmunt Bauman denominó a nuestro tiempo como una “sociedad líquida”: una realidad marcada por la volatilidad, la fragilidad de los vínculos y la ausencia de certezas estables. En este escenario, las redes sociales no solo reflejan dicha liquidez, sino que la amplifican hasta extremos insospechados.
Lo que ayer era una verdad incuestionable, hoy se convierte en un meme, y mañana en un recuerdo irrelevante, sustituido por otra tendencia igualmente pasajera. Esta lógica de lo inmediato sustituye el razonamiento pausado por la reacción impulsiva, debilitando la capacidad ciudadana de sostener convicciones ancladas en principios.
La consecuencia es visible: instituciones que pierden legitimidad frente al “tribunal de las redes”, ciudadanos que forman su criterio a partir de titulares sin contexto, y un espacio público dominado por la emoción antes que por la razón.
Debilitan la democracia
En lugar de fortalecer la democracia, muchas veces las redes la debilitan, al imponer un clima de sospecha generalizada donde toda autoridad es cuestionada sin matices y donde todo valor parece negociable ante la presión de la masa digital.
El daño a la institucionalidad no es menor. El Estado de derecho descansa en la vigencia de reglas, en la permanencia de principios jurídicos y en la estabilidad de los procesos. Cuando lo que impera es la dictadura de la inmediatez, estas reglas parecen un estorbo frente al apetito de resultados instantáneos.
No se espera el debido proceso, no se respeta la presunción de inocencia, ni se confía en la independencia de las instancias. Basta con un tuit para erigir culpables, destituir reputaciones y arrastrar consigo la confianza en las instituciones.
La sustitución de principios por emociones digitales trae consigo otro fenómeno: la pérdida de referentes éticos. Las redes premian la espectacularidad, no la sensatez; viralizan la estridencia, no la prudencia; legitiman al que grita más fuerte, no al que argumenta con mayor rigor. En ese terreno, la virtud cívica se ve desplazada por la lógica del like y del share.
La ciudadanía, en lugar de consolidarse sobre valores como la justicia, la honestidad o la solidaridad, se redefine en función de la adhesión momentánea a una causa que puede ser noble hoy y frívola mañana.
El reto
El reto, por tanto, no es demonizar las redes sociales -sería ingenuo e imposible-, sino reconocer que su influencia exige una ciudadanía con mayor capacidad crítica, con discernimiento para distinguir lo sólido de lo efímero. Las instituciones, a su vez, deben aprender a comunicar en estos nuevos lenguajes sin sacrificar su esencia, recordando que su legitimidad proviene de los valores democráticos que encarnan y no de la popularidad que puedan alcanzar en un trending topic.
Bauman advertía que en un mundo líquido todo se desliza, nada se fija. Pero la vida en común, la democracia y el Estado de derecho no pueden fundarse en arenas movedizas. Se requieren anclajes firmes: instituciones respetadas, valores innegociables y ciudadanos que comprendan que no todo lo que circula en las redes merece convertirse en guía de conducta.
Solo así podremos evitar que la sociedad líquida termine por diluir también los cimientos de nuestra convivencia democrática.