POR CARLOS SALCEDO.- Vivimos en una época de crisis de valores. La violencia se banaliza, la corrupción se tolera y el individualismo se convierte en regla de oro. Ante este panorama, urge recuperar los fundamentos que nos han permitido vivir en comunidad y evitar el caos: la ética, la moral y el humanismo.
Y no podemos negar que, históricamente, con todas sus innegables sombras, la religión católica, con sus sombras, ha sido uno de los pilares más sólidos de ese legado.
El aporte de la tradición católica y otros credos
Durante siglos, la iglesia católica, a la que se han sumado otras manifestaciones cristianas y sistemas de creencias, ha predicado la dignidad de cada persona, la justicia social, la solidaridad con los más débiles y el respeto a la vida.
Estos principios no son simples exhortaciones religiosas; son la base sobre la que se ha construido gran parte de nuestra civilización. Al olvidarlos, la sociedad se arriesga a retroceder hacia la barbarie, esto es, hacia la ley del más fuerte y la indiferencia total ante el sufrimiento humano.
Filosofía y horizonte moral
La filosofía ayuda a iluminar este debate. Heidegger, considerado uno de los filósofos más trascendentes e influyentes del siglo XX, en Ser y tiempo, sostuvo que el hombre, como “ser-en-el-mundo”, necesita asumir su existencia con autenticidad, evitando caer en la superficialidad de vivir solo para lo inmediato, pues dicho ser (Dasein) está constituido por sus relaciones con el entorno práctico y social. La religión, al recordarnos la dimensión trascendente de la vida, nos rescata de esa inautenticidad y nos orienta hacia el bien común.
Hobbes, quien revolucionó el pensamiento político con su teoría del contrato social, por su parte, advirtió que, sin normas, la vida humana sería una “guerra de todos contra todos”, donde impera la brutalidad. Frente a esa amenaza, la tradición religiosa ha sido un muro de contención, una fuente de límites éticos frente al egoísmo y la violencia. Rousseau y otros pensadores dirán que la maldad es un producto social, pero lo cierto es que, sea innata o adquirida, sin un marco moral firme la sociedad se descompone y asiste a su propia destrucción.
El vacío ético contemporáneo
Hoy vivimos un riesgo evidente: reducir la moral a una simple convención social o a un cálculo pragmático. Cuando los principios universales se diluyen en relativismos, la convivencia humana se convierte en rehén de los intereses económicos, políticos o ideológicos del momento. Esa es la raíz de la indiferencia, del consumismo desbordado y de la pérdida de cohesión social que presenciamos.
Un compromiso impostergable
No basta con reconocer la importancia de la ética y la religión. Es necesario un compromiso compartido. Los padres son los primeros formadores de conciencia en el hogar. Las iglesias deben continuar educando en valores, más allá de la fe. La sociedad civil debe asumir la tarea de vigilancia y propuesta, y el Estado está llamado a implementar políticas públicas que fortalezcan la cohesión social, la justicia y la educación en valores.
El rescate de la moral y cívica en las escuelas y colegios es una muy buena señal de parte de ese compromiso, lo que espero se implemente con la calidad, prontitud y eficiencia que anhelamos.
Este esfuerzo no es un lujo, sino una urgencia. El deterioro de la convivencia se hace cada vez más evidente: jóvenes que crecen sin referentes sólidos, comunidades fragmentadas por el egoísmo y un Estado muchas veces impotente frente al desorden. Solo un compromiso conjunto puede revertir esta tendencia.
Paz, armonía y desarrollo
La paz no es simplemente la ausencia de conflicto, sino la construcción de una comunidad que reconoce la dignidad de todos sus miembros. La armonía social requiere la práctica de virtudes universales como la compasión, la honestidad y la fraternidad. El desarrollo verdadero no se mide únicamente en cifras económicas, sino en la capacidad de una sociedad para sostener un orden humano y justo.
Por eso, la recuperación de los valores religiosos y éticos no es un asunto secundario. Es la condición de posibilidad para una convivencia estable y para un progreso real. No se trata de imponer dogmas, sino de reconocer que sin principios trascendentes y universales, lo que queda es el vacío, y de esta desolación brotan la violencia, el descontrol y la desesperanza.
Una tarea común y urgente
Hoy más que nunca, necesitamos recordar que la ética y la religión son las grandes aliadas de la civilización. Si las dejamos al margen, quedaremos atrapados en la brutalidad que temía Hobbes o en la inautenticidad que denunciaba Heidegger. Padres, iglesias, sociedad civil y gobiernos debemos comprometernos, con decisión y sin excusas, a rescatar lo esencial y fortalecer lo que de valores existe y se predica, en palabras y hechos.
Y la realidad es que no podemos seguir como simples espectadores del deterioro social. La tarea nos corresponde a todos y empieza en el hogar que educa, en la escuela que forma, en el templo que inspira, en las organizaciones que vigilan y en el Estado que garantiza. Construir una sociedad más justa y humana no es un ideal lejano, es un deber presente.
En definitiva, sin valores no hay paz. Sin ética no hay desarrollo. Y sin religión -que ha nutrido la moral y el humanismo por siglos- lo que queda es la barbarie.
Reivindicar la ética es hoy el mayor acto de resistencia frente al caos, y el mayor gesto de esperanza hacia el futuro. La responsabilidad es colectiva, pero el primer paso es individual. Y es que cada ciudadano, cada familia, cada institución debe asumirlo. El tiempo de actuar es ahora.